El siglo XXI y sus Retos Educativos
Los cambios vertiginosos en ciencia y tecnología propios del siglo XXI, orientan la mirada de los paradigmas educativos, hacia perspectivas inclusivas, integradoras y contextualizadas, específicamente de aquellos procesos del desarrollo infantil, que están más estrechamente vinculados con la dinámica escolar. Este hecho implica la deconstrucción de la epistemología educativa y de las adquisiciones escolares propiamente dichas, a manera de comprender y re-pensar la multiplicidad de variables involucradas, sus procesos subyacentes y la interacción entre ellas, con una visión operativa transdisciplinar, que permita diferenciar sin desarticular y asociar sin parcelar, el funcionamiento intersubjetivo de la cognición y la emoción, desde una perspectiva neutral y objetiva.
De esta manera, la integración se convierte en el paradigma rector que sintoniza la educación con la propagación arterial de la sociedad-red en la que se activa, cuyos efectos pueden ser muy ventajosos si son entendidos como un reto adaptativo en una sociedad que enfatiza más el carácter global e interactivo de los diferentes procesos, propios de cada período evolutivo e invita a potenciar las capacidades y habilidades enfocadas en el niño y no en los programas escolares, para así favorecer el análisis estructural no fragmentado, de la complejidad que le es propia, al punto de centrarse en el fundamento epistemológico, ontológico y axiológico de los procesos del desarrollo infantil y madurez escolar, que enlazan los indicadores de su campo conceptual, instrumental y operativo, hasta comprender la relación inherente con los sistemas educativos, sus cambios, las transformaciones de los procesos intelectuales y su relación con el entorno donde el niño crece: familia , escuela y comunidad.
Es importante destacar que desde finales del siglo XIX, se le asigna a la psicología la tarea de ser la disciplina que explique el comportamiento de los niños, a fin de encontrar en ella, las respuestas concretas a los problemas educativos que conllevan al fracaso y la deserción escolar, en una sociedad donde empezaban a perfilarse avances mundiales y que involucra una diversidad de actores entre ellos, profesores, pedagogos, planificadores y currícula. Es así como a finales de los años 40 del siglo XX, la Teoría Maduracionista de Gesell (1947), dió respuesta a esta inquietud, enfatizando que la inmadurez era la causa del fracaso escolar, posteriormente en los años 50, Ausubel enfatizó en el carácter afectivo que debía imprimírsele al aprendizaje para que éste fuera significativo. En los años 60 la didáctica buscó en la psicología, las bases de su fundamentación científica y ya en los años 70, se abrió a un enfoque histórico-social, que incluye la familia, la comunidad y la calidad del entorno, lo que conduce a reformas relevantes en los años 80, pensadas en función de una realidad social cambiante por la introducción de las nuevas tecnologías, la globalización económica y la homogeneización cultural, de manera que en los años 90 se define la función mediadora de la educación y la escuela.
Todo este marco histórico demanda ampliar la visión de la realidad escolar vigente, respaldada en la apertura de nuevas explicaciones, cuyas teorías consiguen complementarse para enriquecerse, aun cuando la mayor dificultad radica en dar coherencia a un constructo dirigido hacia la segmentación y no hacia la integración del conocimiento. A tal fin es necesario retroceder un poco y dejar atrás la tendencia especulativa que gira en torno a las controversias dicotómicas planteadas en términos exclusivistas de: 1) si el desempeño es factor único a considerar en el proceso escolar del niño o, 2) la disposición es el principio que impulsa el aprendizaje.
Más allá de centrar la discusión en dar respuestas al planteamiento, el interés defiende el garantizar un proceso escolar exitoso por parte de quien aprende y de quien enseña, anclado en un marco conceptual que introduzca nuevas modalidades frente al quehacer académico, cuyos resultados sean efectivos y cada niño obtenga las competencias básicas para enfrentar los cambios acelerados de la sociedad del siglo XXI, porque ni el organismo ni el entorno por separados, son suficientes para advertir las formas de entender, explicar y enfrentar el propio mundo del contexto educativo, ya que éste representa para el niño un continuo de experiencias que le permite alcanzar sus metas, desarrollar su potencial de conocimientos y participar activamente en conjunto, con su familia y su comunidad.
El propósito es la optimización de las condiciones para re-visionar los procesos de aprendizaje que de soporte a un proceso constructivo más dinámico e innovador, que favorezca el análisis no fragmentado de la complejidad propia de los procesos escolares, constructivos en su naturaleza y subordinados a la maduración de cada niño, con el consecuente incremento de sus capacidades de producir y utilizar los conocimientos en su vida cotidiana. Este interés es creciente y sugiere incorporar los cambios propios producto del ritmo de adquisición de las competencias esperadas y temperamento de cada niño, el componente social, su repertorio conductual y las interacciones donde se genera el aprendizaje social y cognitivo, ajustado a los modos y necesidades básicas, para adquirir naturalmente los aprendizajes esperados, con base en un trabajo de equipo entre padres y educadores, desde un cambio de paradigma sin abandonar lo tradicional.
En este punto, es necesario aclarar que en la vida académica, habilidad y esfuerzo no son sinónimos, porque se puede tener capacidad intelectual suficiente para comprender y aplicar lo aprendido con aptitudes efectivas ante estos aprendizajes y sin embargo no estar obteniendo un rendimiento adecuado, de allí la importancia de ampliar la visión de las variables intervinientes en el proceso de adquisición de las bases para el aprendizaje de la lectura, la escritura y el cálculo desde el la educación inicial, porque aun cuando estas variables se presentan de manera particular en cada estudiante, su naturaleza e importancia no está predeterminada, así como los modos en que se corresponden, porque son específicas de cada niño y contexto.
Por ello se explica la madurez escolar o el “estar listo“ como un concepto complejo, no-lineal e interactivo, que dentro de su conglomerado conceptual, reconoce la disposición, propósito y motivación para el trabajo escolar, como una co-variable, que potencia en el niño, la capacidad de estar atento, de diferenciar el juego, ser independiente de la familia y enriquecerse en un entorno estimulante, de manera natural, mientras se prepara para la adquisición de las materias instrumentales como, lectura, escritura y cálculo, que requieren de la enseñanza formal y para las cuales el niño debe estar listo para aprehender lo que la escuela desea que aprenda.
Toda la argumentación expuesta, justifica la de-construcción y re-conceptualización de la madurez escolar, para adaptarla a las nuevas estructuras paradigmáticas referentes a los procesos escolares y sus formas de acción, de manera que las estructuras académicas, incorporen a la planificación, las experiencias que traen los alumnos de su casa y comunidad, vinculándolas con los contenidos curriculares según los programas educativos nacionales, desde una visión multidimensional e integradora que garantiza un aprendizaje más productivo, con sentido de pertenencia al proceso escolar, en función de desarrollar las potencialidades y habilidades del niño, porque logra consolidar las exigencias académicas y los conocimientos básicos para continuar su escolaridad.
Los enfoques que explicaban la Madurez Escolar, mostraban solo una parcela del desarrollo enmarcado en diferentes esquemas que orientaron la relación entre la madurez, el desarrollo y el aprendizaje, como procesos relacionados y complementarios aun cuando en la narrativa psicológica tradicional, se insiste en diferenciar los determinantes biológicos del discurso piagetiano cuya premisa era “el desarrollo precede al aprendizaje y lo explica”; y los determinantes sociales del discurso vygotskyano quien aseguró que “el aprendizaje es el que antecede y explica el desarrollo”, polémica que sólo logra simplificar cada uno de los argumentos e impide capturar la riqueza de las ideas expresadas por cada teórico.
Se propone de esta manera, el Modelo Integrador de Madurez Escolar MIME, cuyo marco teórico acentúa que la madurez depende de la interacción y complementariedad, de las distintas áreas del desarrollo mayormente relacionadas con el aprendizaje como un análisis estructural no fragmentado, resultante de una relación compleja para comprender y representar los procesos educativos vinculados a través de una secuencia de etapas en las que los niños adquieren esas nociones.
Las dimensiones en las que está operacionalizado: físico y motor, senso-perceptivo, cognitivo, lenguaje, académico y socio-afectivo; constituyen un elemento integrante de una variable compleja que anticipa las alternativas para superar las dificultades y establece pautas de intervención para fortalecer las bases biológicas, cognitivo-académicas y socio-afectivas, que deben estar listas a tiempo y al mismo tiempo complementarse. La comprobación de esta complejidad de los procesos que le subyacen, direcciona las funciones básicas de la escuela hacia la formación de un estudiante que este en capacidad de elaborar respuestas desde una nueva lógica y dentro de un paradigma de conjunción.
MIME asume una posición ante estos planteamientos y al reconceptualizar el argumento tradicional del constructo, centra su interés en la observación secuenciada de los procesos madurativos desde los inicios de la escolaridad formal a los tres años, dado que la tarea es guiar al niño para continuar avanzando y alcanzar los nuevos objetivos académicos que lo preparen para ser feliz y competente, todo ello sin menospreciar el cúmulo de experiencias de aprendizaje, producto de la interacción socio-cultural en su entorno de desarrollo.
Dra. Karlena Semprún
Editora de Sistemas Humanos